Por: Valeria González Ruiz, Ejecutiva de Vinculación e Incidencia Políticas Públicas de Early Institute
Publicación original de: El Heraldo de México
“Ahora alzo la voz por todos los jóvenes de Chicomuselo, que nos regresen aquel pueblo tranquilo donde vivíamos sin temor a salir. (…) Soy una niña desplazada que tuvo que salir huyendo con sólo lo que traía puesto al lado de mi familia, dejando atrás toda una vida de felicidad.”
Estas han sido las palabras de una adolescente desplazada de Chicomuselo, Chiapas. Ella, su familia, amigos, vecinos y profesores han tenido que huir de la violencia que ahí se vive. Su comunidad ha sido desintegrada.
En días recientes, se reportó el insólito “éxodo” de cientos de familias chiapanecas hacia países colindantes del sur. Y precisamente este fin de semana patrio, de acuerdo con reportes mediáticos, más de 30 mil personas marcharon en la capital de Chiapas para visibilizar la violencia generada por los grupos del crimen organizado, a las víctimas que han tenido que huir de sus comunidades y a los que han sido masacrados impunemente por negarse a colaborar con los criminales o ser extorsionados.
“¡La historia los juzgará por su indolencia, por la incapacidad para proteger la vida de los inocentes! ¡Estarán en la memoria de los pueblos pobres como parte de sus verdugos!” gritaban.
Esta es la realidad que atraviesan miles de personas en gran parte del territorio nacional, no solo Chiapas; sin embargo, su contexto pasa desapercibido ante el clima político al que nos enfrentamos como país. Visibilizarlo será la primera muestra de resistencia.
Se trata del desplazamiento forzado, un fenómeno sumamente complejo en el que las personas se ven obligadas a abandonar su lugar de residencia. Si bien, esto podría confundirse con una forma de migración voluntaria en búsqueda de una mejor calidad de vida, el desplazamiento forzado se da como resultado de un conflicto armado, violencia generalizada, violaciones graves de derechos humanos o catástrofes naturales.
Bajo este contexto, las personas desplazadas sufren el colapso de estructuras sociales, como la familia y la comunidad, pérdida de documentos de identidad, riesgo a ser víctimas de trata de personas, marginalización y discriminación. Y claro, en esta problemática no hay excepción, la niñez y adolescencia se encuentra en mayor situación de vulnerabilidad. Debido a su edad pueden verse afectados de manera diferente, quedan sin su entorno protector y corren riesgo de ser víctimas de múltiples delitos.
Sin embargo y desafortunadamente, dejar esa tierra desolada no es garantía de un futuro mejor. Aunque los gobiernos de destino han ofrecido albergues y permisos temporales, la realidad es que no existen condiciones permanentes para su estabilidad, seguridad y sano desarrollo. Así pues, el desplazamiento forzado genera en sí mismo una vulneración múltiple, continua y sistemática de derechos humanos. Es decir, las personas desplazadas también tienen un destino incierto y deberán enfrentarse a -por ejemplo- condiciones médicas y de salubridad adversas.
Las violaciones graves de derechos humanos que le suceden a los grupos en situación de mayor vulnerabilidad son el claro ejemplo de que algo de fondo está mal, algo estructural de una sociedad no funciona. Y seguramente, ante tan alarmante contexto se preguntarán qué se está haciendo concretamente, qué medidas se están tomando.
Desafortunadamente, en el ámbito nacional no existe una ley general de desplazamiento forzado ni programas nacionales para prevenirlo. Chiapas, por ejemplo, cuenta con su Ley para la Prevención y Atención del Desplazamiento Interno desde febrero de 2012 (uno de los cuatro unicos estados en el país), pero no tiene un reglamento ni opera el Programa Estatal para la Prevención y Atención del Desplazamiento Interno, a pesar de estipularse en la ley. Lo que significa que la prevención y atención de esta problemática es prácticamente nula.
En el fondo se trata de un ejemplo más del abandono y la indiferencia que reinan en nuestro país. Si bien, este fenómeno es sumamente complejo y en apariencia prácticamente imposible de prevenir, atender y erradicar, lo primero que debe hacerse es reconocer su existencia y la urgencia de atención.
A la par, se requiere sumar a todas las autoridades involucradas, alinearlas y prorizar acciones, atendiendo especialmente a grupos de atención prioritaria como niñas, niños y adolescentes, comunidades indígenas, madres cabeza de familias, personas con discapacidad y personas mayores.
De entrada, habría que identificar la etapa en la que cada comunidad se pudiera encontrar para implementar acciones puntuales, enérgicas y transversales; por ejemplo, antes del desplazamiento, se requieren medidas de alertas tempranas de riesgos y cautelares; durante el desplazamiento, asistencia, atención integral y protección, con medidas de subsistencia para superar condiciones de vulnerabilidad; y después del desplazamiento, medidas para conocer la verdad, acceder a la justicia y reparación integral, con soluciones duraderas. Para lograr esto se requieren marcos normativos, políticas públicas, un andamiaje institucional apropiado, planificación territorial, registros y un nivel operativo que garantice estas medidas, pero de eso poco se ha implementado.
En un escenario político de aparente dominio absoluto, parecería imposible vislumbrar realidades como las aquí narradas, que brillan por la ausencia de un Estado que debió protegerles.
A un gobierno que celebra su triunfo avasallante, es importante recordarle que la realidad lo sigue superando y que su poder debe enfocarse en el pueblo que juró proteger.